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miércoles, 24 de septiembre de 2014

Tuco

Tene preparada la mesa que en una media hora comemos, no más, me decía, mientras condimentaba una chuleta bastante mal cortada que luego transformaría en cubos para meter a un tuco que estaba preparando.
Yo la miraba a escasos metros, sentado en una silla desvencijada, de un juego de mesa heredado de familia. La cuerina toda desgajada, y pedazos de gomaespuma queriendo escapar de su destino, siempre debajo de algún culo. Le faltaba una goma de las que van en la punta de las patas, lo que me permitía hacer una especie de meneo hacia adelante y hacia atrás.
Mi vieja nunca se destacó por las artes culinarias, de hecho si hay algo que no le gustaba era cocinar, prefería levantarse pasada las doce del mediodía y hacer algo rápido para salir del paso.  Pero eso sí, los tucos que hacia eran incomparables. Jamás volví a sentir un aroma igual. De gusto? De gusto zafaban pero eso es secundario. Abrir la puerta del patio y sentir el golpe en la cara de la cebolla chisporroteando en una sartén, olor a pimienta y un sabor un tanto dulzón del morrón era inigualable. Esos días había que aprovecharlos, sentarse a disfrutar el espectáculo, saborear cada segundo, cada cambio en el ambiente según iban cayendo los elementos al fuego.
Tampoco era importante el plato, podían ser fideos, algún guiso de lentejas, o unos tallarines caseros comprados en lo del viejo Weiman. La estrella principal era el tuco, porque su presencia se hacía cuerpo y sabía queda alojado en el ambiente de la casa todo el día, y a veces hasta el otro día. Esos días me gustaba quedarme en la cocina, oliendo, en lo posible solo, disfrutando esas bondades tan sencillas que nos regala la vida.
Aquello tenía un trasfondo claro, que la vieja haga un tuco excedía a la tarea hogareña en sí. En ello estaba encerrado todo un estado de ánimo, un día prospero, de esos que a mí me gustaban. Seguramente por la tarde, se disponía a regar el patio, o por ahí me pedía que la acompañe a hacer algunas compras. La cosa es que esos días eran de madre e hijo, y una cosa así no se podía dejar pasar.
Al día siguiente la cosa podía cambiar, la rutina de las sombras y la falta de olores alegres podían regresar, lo demás se transformaba en recuerdos, o en anhelos futuros de momentos similares. En fin, todo ello pensaba, mientras arrancaba un pedazo de gomaespuma y lo pasaba de dedo en dedo, hasta que se me cayó al piso y el perro se lo llevo corriendo al patio.

Pero no había día siguiente después de un tuco, solo existía ese momento, ese tuco, quizá el ultimo. Mientras se me anudaba la garganta, acomode la silla y me volví a concentrar. El olor volvió a reposarse en las cortinas y desde allí, caía suavemente aromatizando la casa. Todo era música sonando al ritmo tenue del silbido de una hornalla.