Tene preparada la mesa que
en una media hora comemos, no más, me decía, mientras condimentaba una chuleta
bastante mal cortada que luego transformaría en cubos para meter a un tuco que
estaba preparando.
Yo la miraba a escasos
metros, sentado en una silla desvencijada, de un juego de mesa heredado de
familia. La cuerina toda desgajada, y pedazos de gomaespuma queriendo escapar
de su destino, siempre debajo de algún culo. Le faltaba una goma de las que van
en la punta de las patas, lo que me permitía hacer una especie de meneo hacia
adelante y hacia atrás.
Mi vieja nunca se destacó
por las artes culinarias, de hecho si hay algo que no le gustaba era cocinar, prefería
levantarse pasada las doce del mediodía y hacer algo rápido para salir del
paso. Pero eso sí, los tucos que hacia
eran incomparables. Jamás volví a sentir un aroma igual. De gusto? De gusto
zafaban pero eso es secundario. Abrir la puerta del patio y sentir el golpe en
la cara de la cebolla chisporroteando en una sartén, olor a pimienta y un sabor
un tanto dulzón del morrón era inigualable. Esos días había que aprovecharlos,
sentarse a disfrutar el espectáculo, saborear cada segundo, cada cambio en el
ambiente según iban cayendo los elementos al fuego.
Tampoco era importante el
plato, podían ser fideos, algún guiso de lentejas, o unos tallarines caseros
comprados en lo del viejo Weiman. La estrella principal era el tuco, porque su
presencia se hacía cuerpo y sabía queda alojado en el ambiente de la casa todo
el día, y a veces hasta el otro día. Esos días me gustaba quedarme en la
cocina, oliendo, en lo posible solo, disfrutando esas bondades tan sencillas
que nos regala la vida.
Aquello tenía un trasfondo
claro, que la vieja haga un tuco excedía a la tarea hogareña en sí. En ello
estaba encerrado todo un estado de ánimo, un día prospero, de esos que a mí me
gustaban. Seguramente por la tarde, se disponía a regar el patio, o por ahí me pedía
que la acompañe a hacer algunas compras. La cosa es que esos días eran de madre
e hijo, y una cosa así no se podía dejar pasar.
Al día siguiente la cosa podía
cambiar, la rutina de las sombras y la falta de olores alegres podían regresar,
lo demás se transformaba en recuerdos, o en anhelos futuros de momentos
similares. En fin, todo ello pensaba, mientras arrancaba un pedazo de
gomaespuma y lo pasaba de dedo en dedo, hasta que se me cayó al piso y el perro
se lo llevo corriendo al patio.
Pero no había día siguiente después
de un tuco, solo existía ese momento, ese tuco, quizá el ultimo. Mientras se me
anudaba la garganta, acomode la silla y me volví a concentrar. El olor volvió a
reposarse en las cortinas y desde allí, caía suavemente aromatizando la casa. Todo
era música sonando al ritmo tenue del silbido de una hornalla.
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